OTRO CUENTO RUSO
Para
Anselmo Sanjuán
En cierta ocasión, después de discutir con un amigo acerca
de la identidad peregrina del arte, Amalfitano le refirió una historia que a él
le contaron en Barcelona. La historia versaba sobre un sorche de la División
Azul española que combatió en la Segunda Guerra Mundial, en el frente ruso, más
concretamente en el Grupo de Ejércitos Norte, en una zona cercana a Novgorod.
El sorche era un sevillano bajito, delgado como un palillo y
de ojos azules que por esas cosas de la vida (no era un Dionisio Ridruejo ni
siquiera un Tomás Salvador, y cuando había que saludar a la romana saludaba,
pero tampoco era propiamente un fascista o un falangista) fue a parar a Rusia.
Allí, sin que sepa quién empezó, alguien le dijo sorche ven para acá o sorche
haz esto o lo otro y al sevillano se le quedó en la cabeza la palabra sorche,
pero en la parte oscura de la cabeza, y en ese lugar tan grande y desolador con
el paso del tiempo y los sustos diarios se transformó en la palabra chantre. No
sé cómo ocurrió, supongamos que se activó un mecanismo infantil, un recuerdo
feliz que esperaba su oportunidad para volver.
De modo que el andaluz pensaba sobre sí mismo en los
términos y obligaciones de un chantre aunque conscientemente no tenía idea del
significado de esta palabra que designa al encargado del coro en algunas
catedrales. Pero de alguna manera, y esto es lo notable, a fuerza de pensarse
chantre se convirtió en chantre. Durante la terrible navidad del 41 se hizo
cargo del coro que cantaba villancicos mientras los rusos machacaban a los del
Regimiento 250. En su memoria estos días están llenos de ruido (ruidos secos,
constantes) y de una alegría subterránea y un poco fuera de foco. Cantaban,
pero era como si las voces llegaran después o incluso antes, y los labios, las
gargantas, los ojos de los cantores muchas veces se deslizaban por una suerte
de fisura de silencio, en un viaje brevísimo pero igualmente extraño.
Por lo demás, el sevillano se comportó como un valiente, con
resignación, aunque el humor se le fue agriando con el paso del tiempo.
No tardó en probar su cuota de sangre. Una tarde, como al
descuido, lo hirieron y durante dos semanas permaneció internado en el Hospital
Militar de Riga al cuidado de robustas y sonrientes enfermeras del Reich
incrédulas ante el color de sus ojos y de algunas feísimas enfermeras españolas
voluntarias, probablemente hermanas, cuñadas o primas lejanas de José Antonio.
Cuando lo dieron de alta sucedió algo que para el sevillano
tendría graves consecuencias: en vez de recibir un billete con el destino
correcto le dieron uno que lo llevó a los cuarteles de un batallón de las SS
destacado a unos trescientos kilómetros de su regimiento. Allí, rodeado de
alemanes, austríacos, letones, lituanos, daneses, noruegos y suecos, todos
mucho más altos y fuertes que él, intentó deshacer el equívoco utilizando un
alemán rudimentario, pero los SS le dieron largas y mientras se aclaraba el asunto
lo pusieron con una escoba a barrer el cuartel y con un cubo de agua y un
estropajo a fregar la oblonga y enorme instalación de madera en donde retenían,
interrogaban y torturaban a toda clase de prisioneros.
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